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“Todas las noches, antes de dormir, bailo”, confiesa Gayda Said Ahmed. Llegó a Líbano hace diez años huyendo de los horrores de la guerra en Siria. La danza, cuenta, le ayudó a hacer frente a las ásperas noches de invierno. Baila para entrar en calor, pero también para evadirse de su alrededor. Sus movimientos le permiten olvidar por un rato sus aspiraciones, bloqueadas en un campo de refugiados de un país al borde del colapso. Bailando viaja a “otros mundos” que no logra alcanzar.
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Antes del estallido del conflicto en su país, vivía en Daraa, una ciudad ubicada a 100 kilómetros al sur de Damasco, cerca de la frontera con Jordania. “Tenía grandes metas que han quedado reducidas a esta choza”, lamenta Gayda Said Ahmed mientras abre las puertas de la chabola donde vive en el campamento de personas refugiadas, Yasmine, ubicado en el Valle de la Bekaa a 30 kilómetros al este de Beirut. El asentamiento, gestionado por la ONG libanesa Union of Relief and Development Associations (URDA), aloja a cerca de 220 familias.
Mientras prepara unas infusiones, Geyda presume de haber acondicionado la tienda de plástico en la que vive con la ayuda de su marido, su hija, su nuera, una amiga y sus dos nietos. La alfombra y los tejidos de los cojines y colchones que sirven de sofá lucen colores vivos. El reflejo dorado de los paños que adornan los pocos muebles de su choza se convierte en lo más parecido a una luz durante los habituales apagones de la zona. No quiere volver a Siria: “Allí la guerra no ha terminado”.
A sus 47 años lleva un vestido largo y un velo verde azulado que encuadra un rostro del que destaca una mirada intensa dibujada por el kohl [cosmético creado con galena molida]. Antes era maestra, vivía en una casa con jardín y contaba con su familia cerca. “Aquí siento que mi vida se ha paralizado y que no he podido borrar todo lo que sufrimos bajo los bombardeos”, suspira. “La música se ha convertido en mi terapia. Vivimos una realidad realmente dramática a la que no vemos salida”.
El país de los cedros acoge a alrededor de 1,5 millones refugiados sirios y a medio millón de palestinos. La Evaluación de Vulnerabilidad de Personas Sirias Refugiadas en Líbano (VASyR sus siglas en inglés) de 2021 ha revelado que nueve de cada diez familias sirias viven en pobreza extrema. El 60% de ellas malviven en alojamientos peligrosos, deficientes o hacinados.
La supervivencia de los más vulnerables se complica ahora en un Líbano que atraviesa la peor crisis económica y política de su historia reciente. Su moneda ha perdido el 90% de su valor respecto al dólar; su PIB, según el Banco Mundial, ha caído hasta un 40% desde 2018 y, la inflación ha aumentado un 200% en los últimos dos años. A esto hay que sumarle las consecuencias de la pandemia y la devastadora explosión en el puerto de Beirut en agosto de 2020.
Además, no supera la crisis política crónica provocada por el sectarismo y la corrupción de sus dirigentes: “Son 18 facciones políticas conectadas con intereses de terceros países. Las guerras de fuera pasan factura internamente. El sistema político llegó a sus límites y la actual clase política libanesa demostró incapacidad y desidia para encontrar una solución alternativa y, mucho menos, para gestionar la acogida de las personas refugiadas”, explica Ziad Abou Hoch, presidente de URDA Spain. “El 'como acoges te vamos a ayudar' se ha quedado en el aire”, añade que un país en estas circunstancias, también, ha sido abandonado por la comunidad internacional.
“Sabemos que aquí todo está mal y que la situación es difícil, pero nosotros no vinimos por gusto. Yo creo que los demás países nos han abandonado a nosotros, pero también a Líbano”, interrumpe el marido de Geyda. Se llama Munir Naif Omar, acaba de cumplir 50 años. Es alto y delgado. Se entretiene jugando con sus nietos. “El pequeño me llama papá porque su padre se fue a Libia y de ahí cruzó el Mediterráneo, ahora esta en Italia”. Los tres hijos varones del matrimonio se han marchado.
Munir muestra un bote de fármacos que debería tomar todos los días porque está operado del corazón. “Llevo meses sin poder tomar estas pastillas. Ahora cuestan cinco veces más y aquí tampoco encontramos trabajo”. Los medicamentos en Líbano se han vuelto un bien de lujo y algunos ni siquiera se encuentran.
A las seis de tarde ya es de noche. Las 220 familias que viven en este campamento se esconden del frío. La luz brilla por su ausencia en un país que lleva más de dos años apagándose. Las chimeneas de gas y leña son insuficientes para calentar estos hogares construidos con materiales que ni aíslan del frío ni aguanta las fuertes lluvias tan frecuentes en esta región. Solo se percibe lo poco que ilumina la luna, mientras miles de personas viven a la intemperie entre valles y montañas de la zona.
Amanece y las mantas atrapan. Pese a las bajas temperaturas, los más pequeños se divierten correteando por el sendero encharcado que discurre entre las dos hileras de tiendas blancas, mientras un grupo de chavales juega al futbol.
“No tenemos escuela”, dice Hayat de cinco años. Marwa coge nuestra libreta y dibuja el aula dentro del autobús donde reciben clases dos veces a la semana. “Nos turnamos para que todos los niños puedan subir al autobús y aprender”, dice. “Yo quiero estudiar mucho”, insiste mientras firma su grabado.
La mayoría de la infancia refugiada en Líbano solo puede imaginarse la escuela. Organizaciones como Human Rights Watch (HRW) han denunciado reiteradamente los obstáculos que el Ministerio de Educación ha impuesto a estudiantes procedentes de Siria. Quienes consiguen arreglar los papeles se encuentran con que sus familias no pueden afrontar los gastos educativos. “El transporte es caro y muchas familias han dejado de mandar a sus hijos a la escuela. Por esto la idea del autobús es la de intentar acercarles las aulas y, además, brindarles de apoyo psicosocial”, explica Abou Hoch.
La Evaluación de Vulnerabilidad de Personas Sirias Refugiadas del año 2021 confirma que la niñez soporta el mayor peso de la crisis. “El 30% de menores en edad escolar nunca ha ido a la escuela. La asistencia a la educación primaria cayó un 25 %”, indica el informe. Además, denuncia el preocupante aumento del trabajo infantil y que una de cada cinco niñas contrajo matrimonio en el último año.
En este lugar dónde el tiempo aparenta estar congelado por el frío, donde nada pasa y nada cambia, las mujeres son el motor de la supervivencia. Iham Basiri tiene detrás de su chabola un pequeño huerto. “Tengo brócoli, espinacas, cebolla…”, enumera. Como ella hay 70 mujeres que se dedican a la huerta. Tienen un grupo de WhatsApp para organizar los productos que necesitan y, posteriormente, realizar los repartos. Ellas lideran la vida en el refugio: “Muchos hombres se han marchado. Ellos se permiten emigrar o incluso volver a Siria, pero nosotras nos quedamos con nuestros hijos y al frente de todo”, señala Iham.
Con el tiempo han aprendido también a crear un espacio para ellas mismas. Entre varios asentamientos esta Dar Salam (la casa de la paz) donde decenas de mujeres acuden todos los días para hacer manualidades con plástico reciclado. Rabaa Elgaidiri es la coordinadora y la maestra de todas: “Comenzamos a reciclar bolsas de plástico y las convertimos en cosas bonitas”. Bolsos, accesorios o adornos para la casa, enseña, orgullosa de lo que han conseguido. “Hay algo que no veréis y es todo lo que hemos hablado y puesto en común. Nosotras venimos aquí y nos olvidamos de la monotonía de nuestra vida y la condena del refugio”, cuenta Elgaidiri. “Tenemos mucha fuerza. Muchas mujeres están solas, perdieron familiares y a sus maridos en la guerra”.
La vida es complicada para ellas. Se enfrentan a los problemas relacionados con su condición de refugiadas, pero también al peso de las tradiciones y la religión que ya recaía sobre sus hombros.
Fuera de los asentamientos, en los barrios de Beirut la vida es mucho más precaria para las personas más vulnerables. “Fuera de los campos tienen que pagar un alquiler cuyo precio se ha disparado y con la crisis muchas personas nos piden volver a los asentamientos”, asegura el presidente de URDA Spain.
Según los datos de la ONU, el 80% de los libaneses viven por debajo del umbral de la pobreza. El aumento de la pobreza en la población local ha provocado el aumento de los ataques contra quiénes llegan buscando un lugar seguro, las personas refugiadas.
“El peor enemigo que puede encontrar una causa humanitaria es el olvido” concluye Abou Hoch. “Como han pasado diez años dejaremos de importar”, coincide Geyda. Porque diez años son muchos y nada a la vez. La vida se ha detenido, sigue en espera y no avanza.
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